jueves, 6 de noviembre de 2008

Estética Transcultural y Transculturalidad Estética (Alfredo Martínez Sánchez)


Alfredo Martínez Sánchez
Universidad de Málaga e IES Fernando de los Ríos
alms22@hotmail.com

La expresión “estética transcultural” [transcultural aesthetics], que ha comenzado a extenderse recientemente [1] (sobre todo desde él ámbito académico angloparlante), tiene aún una demarcación semántica relativamente imprecisa. Se ha propuesto como alternativa la expresión “estética del mundo” por analogía con otras disciplinas emergentes como la “filosofía del mundo” [world philosophy] y los estudios del arte del mundo [world art studies]. El motivo sería que el término “transcultural” puede sugerir que se excluye el estudio comparado de cuestiones estéticas en el interior de las culturas [2]. A este respecto podríamos distinguir entre lo “intercultural” y lo “transcultural”, aunque frecuentemente se usen de manera indistinta, y en la práctica puedan solaparse parcialmente. En el primer caso (interculturalidad), nos referiríamos al estudio comparado entre culturas o a determinadas relaciones entre culturas, en el segundo (transculturalidad), a cuestiones o temas que de algún modo atraviesan las culturas. Obviamente no son incompatibles, pero la metodología, los objetivos, y los ámbitos de estudio pueden ser diferentes. En este sentido, la transculturalidad no solo sería un fenómeno transversal u horizontal, en la forma en que lo es la antropología cultural, sino también vertical, en la forma en que lo es la historia. Cuando Gadamer se pregunta por el carácter transhistórico de ciertas obras de arte [3], se estaría planteando, desde este punto de vista, un problema de transculturalidad vertical, si bien, la práctica de la estética transcultural actual se aproxima más a la antropología positiva que a la especulación metafísica [4]. De manera análoga, la interculturalidad puede darse en el interior de una cultura que, a su vez, contenga una diversidad cultural significativa.
Por otra parte, mientras que la interculturalidad estaría más cerca del diálogo (o de la mera interacción) entre culturas, la transculturalidad sería la heredera conceptual de una universalidad de dimensión antropológica [5]. Bajo cierto punto de vista podría pensarse que, si hubiera que elegir entre ambas denominaciones, la de “estética intercultural” sería más apropiada, ya que, a través de la misma, podría elucidarse, como un posible objetivo o un campo eventual de trabajo, el carácter transcultural de determinados comportamientos, valores o contenidos estéticos. Sin embargo, esta solución se encuentra con que un aspecto de la transculturalidad concierne a un plano biológico y neurocientífico, que como tal no se limita al diálogo y a la comparación entre culturas. Del mismo modo, el diálogo intercultural no tiene porqué centrarse en los aspectos transculturales, sino que puede atender, por ejemplo, a las diferencias o a la producción de nuevas categorías; además, la interculturalidad designa objetos y fenómenos específicos, como el efecto del mal llamado “arte primitivo” en la historia del arte contemporáneo y, en general, la recepción-apropiación en un contexto artístico de producciones de otras culturas.
Se ha sugerido también el uso del término “antropología”, como en “antropología de la estética”, que tiene la ventaja de abarcar tanto las investigaciones básicas de tipo neurobiológico y/o evolutivo que no derivan directamente de un estudio intercultural, cuanto las indagaciones de orden propiamente cultural (entre las que sería factible distinguir un objetivo transcultural de un enfoque intercultural menos ambicioso -si bien, aunque sea implícitamente, la aproximación antropológica es siempre comparativa-). Por otra parte, puede considerarse que la antropología del arte ya se encuentra académicamente reconocida.
Una posible objeción sería que el término “antropología” “ha sido vinculado íntimamente con un tipo particular de estudio occidental que se centra en culturas que han sido anteriormente construidas por Occidente como primitivas. Por ello, el término «antropología» puede que no sea muy útil para calificar un enfoque que pretende ser multidisciplinar y global en su abarque” [6]. Sin embargo, hace ya años que la antropología se abrió al estudio de las sociedades industrialmente desarrolladas y occidentales [7] (a lo que habría que añadir la orientación antropológica de la historia de Europa según la antropología histórica). Por lo que respecta al enfoque global, me limitaré a reproducir la presentación de la antropología que hace Marvin Harris en su conocido manual Introducción a la antropología general: “Lo que diferencia a nuestra disciplina de otras es su carácter global y comparativo [...] Los antropólogos insisten, ante todo, en que se contrasten las conclusiones extraídas del estudio de un grupo humano o de una determinada civilización con datos provenientes de otros grupos o civilizaciones [...] Para el antropólogo el único modo, el único modo de alcanzar un conocimiento profundo de la humanidad consiste en estudiar tanto las tierras lejanas como las próximas, tanto las épocas remotas como las actuales. Y adoptando esta visión amplia de las experiencia humana, quizá logremos arrancarnos las anteojeras que nos imponen nuestros modos de vida locales para ver al ser humano tal como realmente es” [8].
El único aspecto que puede tensar un eventual marco explícitamente antropológico es probablemente el estudio comparado de las teorías estéticas, cuyo núcleo sería decididamente filosófico. Una posible solución apuntaría a la comprensión de la antropología estética en un sentido interdisciplinar en el que participaran tanto las antropologías positivas como la antropología filosófica.
Otro problema se deriva del uso del término “estética” como concepto propio del pensamiento occidental: ¿Puede emplearse en contextos culturales distintos de aquel en que se produjo? El hecho es que se trata de una término utilizado hoy por estudiosos de todo el planeta en relación con la filosofía del arte y otras teorías relacionadas, es decir, en un sentido amplio que no se reduce a lo que Jean-Marie Schaeffer ha llamado “la doctrina estética” [9] para designar la construcción teórico-disciplinar que se produjo en Europa, y particularmente en Alemania, a partir de la segunda mitad del siglo XVIII. Sin embargo, el reconocimiento de este hecho en la práctica no exime de un necesario escrutinio de la distancia con respecto a la noción y a la doctrina estéticas tal y como se forman de Baumgartem a Hegel.
Schaeffer, por otra parte, ha insistido no tanto en la estética como filosofía o teoría cuanto en la estética como dimensión humana transcultural, es decir, como un tipo de experiencia o comportamiento (estéticos) con alcance antropológico (transculturalidad estética).
En cualquier caso, y como conclusión, creo que deben retenerse dos rasgos fundamentales, relacionados entre sí, con respecto a los estudios designados mediante expresiones como “estética comparada”, “estética intercultural”, “estética transcultural” o “estética del mundo”: por un lado, la relevancia de los enfoques y los temas antropológicos, por otro, la puesta en juego de intereses, contribuciones, u orientaciones multidisciplinares o interdisciplinares. Este último aspecto podría relacionarse con una interpretación de la situación actual de la filosofía, como saber que se desenvuelve en diálogo continuo con las ciencias.
En un sentido cercano a estas reflexiones encontramos la observación de Wilfred van Damme de que el empleo de “estética transcultural” “tiende a perpetuar una tradición que concibe la «estética» como una rama de la filosofía, en mi opinión, inapropiada para un contexto multidisciplinar [...] Una vez que uno adopta una perspectiva multidisciplinar, se vuelve evidente que la «estética», aunque tenga su origen como una categoría y temática dentro de la filosofía, se emplea ahora también para significar varios campos de estudio relacionados tal y como son construidos por una variedad de disciplinas distintas de la filosofía, disciplinas tales como la neurociencia, la psicología, la sociología y la antropología” [10].
A partir de esta revisión de la noción de estética Van Damme propone finalmente dos denominaciones: una más amplia, estética del mundo, “para el proyecto mundial y multidisciplinar de intentar entender la dimensión estética del ser humano” [11] (perspectiva panhumana y pancultural), y estética transcultural que se englobaría dentro de la anterior y “centraría parte de su atención en la idea de «belleza» y nociones relacionadas como objetos de reflexión en varias de las tradiciones culturales del mundo” [12]. Desde esta perspectiva, el autor nos proporciona una muestra de lo que entiende corresponde a este ámbito más restringido al demarcar una investigación sobre la belleza mediante tres preguntas [13]:
(1) ¿Es factible esperar que las culturas no-occidentales tengan nociones o conceptos que sean más o menos comparables a la noción o nociones de belleza en Occidente?
(2) ¿En qué medida son estas nociones, en caso de existir, objetos de reflexión filosófica?
(3) ¿Qué tipos de preguntas podemos abordar cuando estudiamos los modos de pensar acerca de los “fenómenos estéticos” de una cultura dada?
Observemos en primer lugar que la respuesta a estas preguntas requiere de entrada una aproximación empírica, no muy diferente de lo que llevaría a cabo un antropólogo. Es necesario partir de lo que efectivamente encontramos en diversas culturas (Inuit, Navaho, pueblos de Melanesia, de África), aunque obviamente la acumulación de información empírica no decide por sí misma las respuestas (la primera de las cuales es aquí afirmativa). Esto se hace más evidente en el caso de la segunda pregunta, comenzando por la necesidad de definir “reflexión filosófica”, pero, de nuevo, es necesario abordar una variedad de situaciones reales: culturas que piensan o tematizan la noción de belleza (o su análogo) y culturas que no lo hacen o que no le conceden importancia, culturas con sistemas elaborados y explícitos de pensamiento (estético) o culturas que, sin carecer de concepciones o creencias al respecto, no las elaboran en el mismo grado o en el mismo plano de abstracción, etc. Este tipo de interrogante parece limitar excesivamente el campo de la estética transcultural (donde, efectivamente, la noción de belleza apunta a un fenómeno propiamente transcultural en el sentido trasversal que señalé anteriormente) en la medida en que requiera de la existencia de una reflexión estética, de un discurso análogo a lo que en Occidente hemos acostumbrado a llamar, sin más adjetivos, filosofía, la estética desborda el perímetro de la filosofía en tanto que hay hechos estéticos y conductas estéticas (y no solo reflexiones o teorías estéticas) [14]. Es un objetivo legítimo, pero la investigación transcultural sobre la belleza no tiene porqué depender de la existencia de sistemas elaborados de pensamiento, tal condición no es necesaria para adoptar el título de estética transcultural, a no ser que se tome el término “estética” en un sentido restringido siguiendo el modelo de la filosofía occidental.
Por último, la tercera pregunta sugiere posibles enfoques o líneas de investigación en un determinado ámbito cultural, la lista de cuestiones puede ser amplia, pero no todas serán pertinentes en todas las culturas o no lo serán de la misma manera. Una perspectiva interesante es la que proporciona el mismo repertorio de preguntas que proporciona la cultura en cuestión (¿Qué preguntas se plantean y porqué? ¿Cuáles consideran relevantes y cuáles no? ¿De qué depende esta jerarquía?), así como la relación entre formulaciones estéticas y prácticas artísticas [15].
La transculturalidad puede ser, sin embargo, entendida en un sentido más amplio, como el que mencionábamos al comienzo, y que se corresponde en gran media con el campo cubierto por el proyecto “panhumano” y “pancultural” al que W. Van Damme se refería al hablar, de manera un tanto indecisa, de estética del mundo. Jean-Marie Schaeffer se sitúa en esta perspectiva, pero más allá de la controversia terminológica su aportación contribuye a una mayor precisión conceptual y a resaltar los aspectos multidisciplinares y antropológicos de un eventual programa de investigación. Veamos como afronta la transculturalidad estética: “Es obvio que abordar la cuestión de la relación estética desde una perspectiva transcultural o antropológica no resuelve los posibles problemas como por arte de magia. De hecho la existencia de un mismo comportamiento en diferentes culturas no basta para mostrarnos cuál es el alcance de esa presencia transcultural ni, sobre todo, a qué se debe. La cuestión se hace aún más complicada por el hecho de que tenemos tendencia a querer responderla con ayuda de dicotomías maniqueas [énfasis de AM]: gen versus entorno, naturaleza versus cultura, o incluso universalidad antropológica versus singularidad cultural. Aunque la cuestión del comportamiento estético se plantee a menudo en el marco de la tercera de estas dicotomías, es indispensable abordar brevemente las dos primeras, dado que se basa en ellas” [16]. Veamos cómo el autor interpreta estas tres cuestiones:
-Genes y entorno: Schaeffer aplica aquí su programa metafilosófico (si bien la apelación a las investigaciones empíricas es una constante de la antropología filosófica). Así, se hace eco de las teorías más recientes en el campo de las ciencias de la vida: el código genético no conduce unidireccionalmente el desarrollo del organismo, sino que más bien existe una interacción constante entre el código genético y el entorno. El entorno influye en qué genes se activarán y de qué modo el código incidirá en el organismo. El autor resume esta actividad mediante la distinción entre condición necesaria y condición suficiente: “Cuando los etólogos y los psicólogos evolucionistas plantean la hipótesis de que tal o cual rasgo conductual tiene una base genética, eso significa que plantean la hipótesis de que es el bagaje genético lo que constituye la condición necesaria de que pueda desarrollarse un individuo, pero no que ese bagaje constituya la condición suficiente y, por tanto, tampoco que las formas fenotípicas de ese rasgo deban ser idénticas en cada individuo” [17].
-Naturaleza y cultura: Para Schaeffer esta dicotomía no tiene razón de ser. Su juicio se deriva la concepción antropológica anteriormente manifestada.
Me parece que no es necesario demostrar que es posible distinguir entre naturaleza y cultura, o que el uso de tales términos puede ser apropiado en el contexto correspondiente, lo decisivo es la manera en que se entiende la articulación entre ambas, que depende de una apuesta antropológica básica (Schaeffer se compromete también con su alcance ontológico). A este respecto, podemos distinguir entre dos interpretaciones (si bien admiten distintas modulaciones): la integral y la escindida, la de la continuidad y la de la oposición, Es decir, la que establece la continuidad entre naturaleza y cultura, y la que subraya la oposición entre ambas. Como Schaeffer se ha declarado nítidamente partidario de la primera interpretación es previsible que rechace una comprensión dicotómica de la cuestión: “el hecho de elaborar lo que llamamos «cultura» es un rasgo de la naturaleza (biológica) del hombre. Es incluso uno de los rasgos específicos de nuestra especie. Es pues absurdo decir que a través de la cultura el hombre se emancipa de su naturaleza biológica. Más bien al contrario: es a través de su cultura (entre otras cosas) como realiza su naturaleza biológica específica. Como en el caso de la dicotomía gen versus entorno, se tiene tendencia a reificar como distinción ontológica lo que consiste en un aumento de la complejidad de niveles funcionales” [18].
-Universalidad y singularidad: En este plano se reproduce en gran medida la diferencia entre naturaleza y cultura, en tanto que se asocie universalidad y naturaleza, por un lado, y singularidad y cultura, por otro. Sin embargo, en el vocabulario de Schaeffer la asociación se produce entre “generalidad transcultural” y “hecho etológico”, de manera que, en su opinión: “Desde el momento en que se puede mostrar que un rasgo posee una generalidad transcultural suficiente, sin que pueda explicarse por transmisión histórica [...] es licito plantear la hipótesis de un hecho etológico, es decir, de un hecho que no tenga origen en la autorreproducción cultural [...], sino por una disposición mental más «general»” [19]. De ahí que pueda sostenerse la hipótesis empírica del carácter etológico del comportamiento estético, ya que numerosas sociedades desarrolladas de manera independiente han dejado testimonios de tal comportamiento. Aquí, evidentemente, resulta crucial el concepto de comportamiento estético que se maneje, pero no me parece difícil llegar a un amplio consenso con respecto al carácter transcultural del comportamiento estético (a no ser que se pretenda una definición particularmente estrecha).
Una vez aceptado este origen se impone la tarea de entender concretamente el fenómeno de la transculturalidad estética, que, con una cierta vaguedad que parece cautelosa el autor describe, como hemos visto, por la existencia de “una disposición mental más «general» que los aprendizajes culturales” [20]. Esta eventual imprecisión se comprende porque la descripción debe abarcar varias posibilidades, ya que la presencia transcultural de un hecho humano puede ser explicada por distintos mecanismos. El autor distingue tres: la homología filogenética, la homología de tradición, y la analogía evolutiva:
- (1) Homología filogenética: “una homología filogenética es un rasgo que se explica mediante una base genética común” [21]. El ejemplo proporcionado por el autor es el hecho del habla humana.
- (2) Homología de tradición: en este caso la homología depende de la transmisión cultural. Schaeffer menciona como medios de esta transmisión el «contagio», el mimetismo y el aprendizaje guiado. Un ejemplo sería el modo de aprender la lengua materna en las distintas comunidades humanas (mediante “inmersión mimética”).
- (3) Analogía evolutiva: cuando la coincidencia entre diferentes poblaciones surge de la existencia de condiciones medioambientales análogas, y de una respuesta adaptativa semejante (que, a su vez, puede depender de una homología filogenética). Las funciones pragmáticas del lenguaje constituirían un ejemplo de estas analogías (la existencia de frases interrogativas y descriptivas no depende de (1) ni de (2), sino que responde a necesidades similares).
Según Schaeffer, la aptitud psicológica que nos permite llevar a cabo un comportamiento estético se debe a una homología filogenética (intraespecífica), básicamente, a determinados rasgos del cerebro humano con una base genética. Sin embargo, la importancia de los comportamientos estéticos en distintas culturas, épocas o grupos sociales, depende de analogías evolutivas de naturaleza cultural. Desde esta perspectiva el desarrollo de tales comportamientos se vería favorecido por un modo de vida en el que el nivel de estrés biológico y social no sea muy alto, “gracias a una vida en comunidad regulada que reserva zonas de quietud y ocio para sus miembros, o al menos una parte de sus miembros” [22]. De este modo, la cultura estética contemporánea en los países industrializados estaría en relación con el desarrollo de las clases medias, mientras que en una sociedad con una estratificación social polarizada podemos encontrar un comportamiento estético extremadamente sofisticado que solo alcanza a una mínima parte de la población.
Un tipo de coincidencias interculturales de explicación más compleja es la que concierne a la elección de los objetos estéticos o estéticamente importantes. En primer lugar, algunas coincidencias podrían depender de factores filogenéticos. Por ejemplo, la respuesta estética a la visión del rostro humano puede considerarse transcultural, y, según el autor, tendría un origen genético, en parte relacionado con la función del rostro como señal sexual. Se ha hablado también, en un sentido semejante, de la respuesta ante las flores. Al parecer algunos etólogos lo han presentado como un rasgo universal fundado genéticamente, sin embargo, la investigación antropológica no confirmaría esta hipótesis. Por ejemplo, se ha opuesto la pasión por las flores en las islas del Pacífico al desinterés de las culturas africanas, en base a factores externos (medioambientales o sociales).
Es importante retener en este punto que la defensa de “una eventual preprogramación genética de ciertas reacciones estéticas no es incompatible con la variación intercultural de esas mismas reacciones” [23]. Es decir que, continuando con los ejemplos manejados, unas culturas privilegiarán determinados rasgos del rostro frente a otros, o situarán en el escalafón estético unas flores sobre otras (probablemente nuestra apreciación de las flores de cerezo esté más cerca de la de los japoneses que la del medio reflejado por las observaciones del autor -v. 45-, aunque solo sea por la publicitación turística del Valle del Jerte). Tal vez, la diferencia entre Oriente y Occidente en la valoración estética de las flores pueda inscribirse en la discrepancia más general en cuanto a la separación de lo útil y lo bello: esta separación estaría menos acentuada en Oriente, en Japón la alfarería y la caligrafía son consideradas verdaderas artes. En suma: la universalidad antropológica de la conducta estética, vinculada a sus fundamentos biológicos, así como el hecho de que existan ciertas preprogramaciones genéticas en el sentido indicado, no es incompatible con la diversidad cultural (“no implica en absoluto la tesis de la uniformidad transcultural de objetos y de conductas” [24]).
La transculturalidad aparece considerablemente limitada en cuanto a su extensión (y probablemente en cuanto a sus consecuencias antropológicas) cuando atendemos a las homologías de tradición, las mejor estudiadas, y quizás las más familiares a la estética transcultural como disciplina emergente. En este caso, al menos atendiendo a los ejemplos ofrecidos por el autor, no cabe hablar de “generalidad transcultural” (aunque los procesos actuales de globalización podrían alterar estos límites). Por una parte, encontramos numerosos ejemplos en el ámbito artístico: el uso estético del teatro en la Antigüedad y en la Modernidad se debería a una homología de tradición, del mismo modo que el carácter central de la caligrafía en el arte chino y en el arte japonés. Por otro lado, también en la relación con la naturaleza, o en el ámbito de lo “bello natural”, es posible distinguir tales homologías, debido a su modulación cultural. Así, la cultura japonesa habría tomado de la china una determinada actitud estética ante la naturaleza.
Aunque muchas de las ideas manifestadas aquí por Schaeffer son meras hipótesis, con independencia de, o junto a, su capacidad para explicar el comportamiento estético, hay que destacar el hecho de que apuntan hacia una investigación empírica que las justifique, las modifique, o las refute. Es decir, en la concepción del autor francés, la cuestión de la transculturalidad estética depende en gran medida del resultado de estudios empíricos, que han de ser interdisiciplinares o integradores.

NOTAS
[1] Hitos reseñables en este proceso han sido los congresos: Pacific Rim Conference in Transcultural Aaesthetics (Sydney, 1997) y Frontiers of Transculturality in Contemporary Aesthetics (Bolonia, 2000), así como The second Pacific Rim Conference in Transcultural Aesthetics (Sydney, 2004).
[2] Van Damme, Wilfried, “La estética transcultural y el estudio de la belleza”, en Puelles y Fernández (eds) Estéticas: Occidente y otras culturas, Contrastes 9 (suplemento), Málaga, 2004, 57- 73.
[3] Gadamer, H.-G., La actualidad de lo bello, Paidós-ICE, Barcelona, 1999.
[4] “Nuestra vida cotidiana es un caminar constante por la simultaneidad de pasado y futuro. Poder ir así, con ese horizonte de futuro abierto y de pasado irrepetible, constituye la esencia de lo que lamamos «espíritu»” (Gadamer, op., cit., 41-42).
[5] La transformación de la universalidad en transculturalidad pasaría al menos por las siguientes filtros: la toma de conciencia del etnocentrismo en la filosofía (las humanidades en general) y las ciencias sociales, así como el intento de superarlo en la medida de lo posible, la aproximación de la filosofía a las ciencias sociales y empíricas, una sensibilidad multidisciplinar en el interior de las propia filosofía que se complementa con el factor anterior, los efectos de la multiculturalidad y de la globalización.
[6] Van Damme, Wilfried, “La estética transcultural y el estudio de la belleza”, op., cit., 65.
[7] Sobre las nuevas orientaciones en antropología, v., por ejemplo: Augé, Marc, Los no lugares. Espacios del anonimato. Una antropología de la sobremodernidad, Gedisa, Barcelona, 2005. Geertz, Clifford, y otros (Carlos Reynoso, ed.), El surgimiento de la antropología posmoderna, Gedisa, Barcelona, 2003; así como el número 680-681 de la revista Critique: Frontières de l´anthropologie.
[8] Harris, Marvin, Introducción a la Antropología general, Alianza Universidad, Madrid, 1992, 24.
[9] Schaeffer, J.-M., Adiós a la estética, La balsa de la Medusa-Antonio Machado Libros, Madrid, 2005.
[10] Van Damme, op., cit., 64.
[11] Op., cit., 65.
[12] Ibíd. Esta distinción se establece también mediante la división de la pregunta por la belleza en tres subpreguntas, de las que solo la tercera correspondería a la estética transcultural en sentido estricto. Tales subpreguntas son: (1) La que concierne a la base neurofisiológica y evolutiva de la experiencia en cuestión; (2) la que concierne a la belleza como fenómeno sociocultural; y (3) “donde puede pensarse que la estética transcultural entra en escena: ¿qué es lo que han producido las gentes de distintas culturas, tiempos y lugares en términos de reflexión acerca de la «belleza» o fenómenos comparables o relacionados?” (op., cit., 59-60).
[13] Op., cit., 65-66.
[14] Schaeffer, op., cit., 29-37.
[15] Van Damme, op., cit., 73.
[16] Schaeffer, op., cit., 61.
[17] Op., cit., 62.
[18] Op., cit., 63.
[19] Op., cit., 63-64.
[20]Op., cit., 64.
[21] Ibíd.
[22] Op., cit., 66.
[23] Op., cit., 44.
[24] Op., cit., 45.

© Alfredo Martínez Sánchez 2006

Espéculo. Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid
El URL de este documento es http://www.ucm.es/info/especulo/numero34/transcult.html

lunes, 6 de octubre de 2008

SÓCRATES O LA VERDAD DE LA FILOSOFÍA (Antonio Sánchez Millán)



Antonio Sánchez Millán
IES Almenara (Vélez-Málaga)

asm08124@averroes.cica.es


De la misma manera que una tarea fundamental del hombre sensato es el conocimiento de sí mismo, así el trabajo más primario de la filosofía es la búsqueda de su propia esencia, porque la inquietud filosófica refleja la inquietud humana por vivir. El texto que sigue presenta el esfuerzo por hallar la esencia de la filosofía a través de Sócrates, porque la figura de Sócrates pone en acción tempranamente a la filosofía. El arte de preguntar es el arte de problematizar, descubrir el problema y desenvolverlo hasta donde se pueda; esto es filosofar, poner a la filosofía en acción. No sabemos nada seguro de Sócrates, pero a través de su figura, aquellos que pretendemos enseñar aprendemos a preguntar para que ambos, el que aprende y el que enseña, puedan aprender a vivir, exponiéndose a la vida.

Palabras-clave: Sócrates, filosofía como modo de vida, ejercicios espirituales, Cármides, sophrosyne, diálogo socrático, problematización, práctica filosófica, Eros, Banquete.


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La filosofía como aprendizaje para vivir

Si entendemos la vida humana como un incesante quehacer (Ortega y Gasset), y entre las tareas que nos ocupan cotidianamente -y siglo tras siglo- situamos, además de la lucha social y material por vivir cada día, la búsqueda de respuestas a preguntas que el ser humano no puede dejar de plantearse porque le vienen impuestas desde su propia naturaleza consciente (Kant), no hay que irse más lejos para poder comprender que el interés filosófico se anuda a una de las necesidades humanas más primarias.
Sin embargo, cuando se observa a la filosofía cuestionándose a sí misma permanentemente, cuando se la señala con el dedo, allí, mientras va dando bandazos de un lado a otro, y retrocede cada vez que avanza, y se pelea con el lenguaje y manda a sus acólitos a una disputa siempre inconclusa, se explica que esté expuesta al ridículo y al aislamiento social. Los filósofos resultan extravagantes, inútiles y gratuitos. No es de extrañar que se les perciba como algo fuera de lugar, algo en regresión, propio de un tiempo pasado que nada tiene que decir a los hombres y mujeres actuales. Muchos de los cuales prefieren a menudo aquello que es contanteysonante, sólido, definido y concreto, unas pautas claras que seguir del modo más agradable y cómodo posible, respuestas acabadas o estribillos fáciles que gritar al unísono con otros. Es decir, unos hombres y mujeres que disponen a menudo de sensores de búsqueda algo atrofiados por el desuso y una percepción exageradamente selectiva y monotemática. Es decir, que no buscan. A pleno rendimiento no buscan, y como consecuencia, no sabemos si están en buena disposición para desarrollar lo mejor posible su ancestral inquietud humana por vivir humanamente.
Pero si la filosofía hace filosofía es para aprender a vivir. Si la vida de la filosofía es buscarse a sí misma, su esencia, una verdad que se busca y que siempre se nos escapa entre los dedos, puesto que nunca sabemos nada del todo, es para encontrarse a sí misma. Para sentirse satisfecha y a gusto consigo misma, aunque sea de un modo efímero y coyuntural. Igual que el ser humano, dado que la inquietud filosófica no se distingue tanto de la inquietud por vivir, especialmente en todos aquellos momentos en que a la vida humana le va la vida, puesto que se expone a vivir o a morir humanamente. Todo parece indicar que poseen idénticos ingredientes básicos, la vida y la filosofía. Cualquier actividad humana manifiesta esta inquietud por ser, y por vivirse, consecuencia de su propia conciencia de la finitud de la existencia, de la que dependen el resto de sus inquietudes vitales, y por las cuales se afana, disfruta y sufre. La práctica de la filosofía no desea otra cosa que poder abarcar la totalidad de esta experiencia, comprenderla y, en lo posible, ordenarla y dirigirla para intentar vivir mejor. Por eso persigue la verdad, persigue la belleza y persigue el bien, equivocándose y engañándose, desesperándose y, de vez en cuando (dichoso él o ella) encontrándose gozando.
Si esto pudiera ser así, si podemos partir de este supuesto de la sintonía entre vida en general y vida filosófica en particular, seguramente la filosofía tendría, a día de hoy, que dar razón de su alejamiento social, pues, entre otros factores, no sería el menor el que la filosofía, ella misma, llevaría mucho tiempo desorientada, convirtiéndose en discurso académico, abstracto y teórico que poco tiene que decir a los seres humanos que luchan por sobrevivir cada día en este mundo de aquí y de ahora de la mejor manera posible. Podría llegar a constituir su mayor reto actual, recuperar lo que la filosofía es, lo que siempre ha sido, pero quedó relegado, cuando la filosofía quiso ser lo que no era, una “ciencia” que emulara a las ciencias, desde que, al no poder conseguirlo a su imagen y semejanza (nunca podría), quedó recluida en el interior de la “academia”, constituyendo todo un museo de restos y de textos, de doctrinas y de dogmas marchitos y acartonados, y sus vigilantes reconvertidos en sepultureros que trabajan con momias conceptuales, como ya denunciara Nietzsche señalando el origen del “crepúsculo de los ídolos”.
Se lo tiene merecido, pero no importa dado que, si la filosofía, como la vida, es búsqueda siempre inacabada, no importa tanto haberse perdido durante un tiempo, basta con volver al punto de partida y encontrarse a sí misma de nuevo. No es la primera que vez que la filosofía ha de retirarse a sus orígenes, al huevo de donde surgió en el antiguo orbe griego. Y, es una suerte preciosa que se haya conservado un buen raigón de la cepa originaria, con la que poder regenerar ahora nuestro viñedo, después de unos siglos de tan persistente filoxera. Si la filosofía es como la vida misma, con sus pretensiones y sus dudas, con sus miserias y sus grandezas, con su deseo de concreciones y de hacer tangibles sus sueños, compleja y simple a la vez, la filosofía no puede ser más que un modo de vivir, mediante el cual se intenta aprender a vivir. Así, como era la filosofía en la época antigua, cuando era respetada y su presencia en el simposio de vida tenida por oportuna y necesaria, al que estaba invitada sin requerir casi invitación o, al menos, sin el temor de ser arrojada a empujones al callejón de enfrente; para todo aquel que quería gobernar bien su vida privada y pública, si quería entender, si quería saber a qué atenerse, más allá de las ciencias concretas y más acá de los cultos religiosos, para no ser confundido con un charlatán o para no vivir su vida pasando esta vida que tenemos sin más ni más, sin mayor pena ni gloria.
El mérito de esta vuelta imprescindible, de este intento de responder a las inquietudes que la filosofía muestra hoy día, y que necesita desplegar mínimamente para poder recuperar la relevancia social de que gozó en otros tiempos y sin la que no puede vivir ni existir dignamente, se debe, en buena medida, al historiador de la filosofía antigua Pierre Hadot, al que seguiremos directamente en este momento de nuestra exposición y como telón de fondo del resto.

Los ejercicios espirituales y la filosofía antigua

Ejercicios espirituales, o llamémosles, para no suscitar suspicacias y prejuicios entre algunos de nosotros, ejercicios filosóficos para aprender a vivir, que movilizan todo nuestro ser, el intelecto, la imaginación, el sentimiento, inclusive el cuerpo, toda la personalidad. Es la askesis grecolatina (askesis, que significa “ejercicio” en griego), que el cristianismo acogió posteriormente como algo suyo [1], convirtiéndose la filosofía, desde entonces, en discurso filosófico huero y programático, material argumentativo con el que construir grandes o pequeños edificios teóricos para un público especializado, lleno de colegas y rivales que narran de manera erudita lo que otro ha pensado y que el estudiante deber ser capaz de reproducir para superar una carrera llena de buenas citas y abultada bibliografía. Haciéndose la filosofía “escolástica”.
Históricamente, se ha invertido la relación entre filosofía y discurso filosófico. Desde Sócrates, por lo menos, la teoría, la doctrina estaba al servicio de una vida filosófica. Más claramente, la filosofía era practicada como una forma de vida filosófica, y si no, no era auténtica filosofía. Desde sus orígenes, la filosofía constaba de ejercicios ligados a un modo de vida, y doctrinas que los justificaban y favorecían, que permitían al filósofo, o practicante de la filosofía, ejercitarse para ser mejor, educarse y reeducarse constantemente para vivir bien y así poder llevar una vida más “sabia”. Igual que el atleta cultiva su cuerpo, el filósofo cultiva todo su ser; no en vano en los gimnasios atenienses tanto se ejercitaban las habilidades y destrezas físicas como se impartían lecciones de filosofía. Así vemos a Sócrates deambular por ellos, en busca de interlocutores con los que aclararse su vida y la de los demás.
Esta coherencia entre el modo en que se vive y las ideas que se tienen sobre el mundo y sobre la vida humana se aprecia muy claramente, como es bien sabido, en los estoicos, pero es lo propio de toda la filosofía antigua, según defiende Hadot[2]. Así, por ejemplo, los estoicos enseñaban y practicaban ejercicios destinados a asumir una distinción básica del vivir en este mundo, aprendiendo a discernir entre “lo que depende y lo que no depende de nosotros”. Una transformación espiritual que evite a los hombres ser infelices persiguiendo bienes o tratando de evitar males que no dependen de ellos mismos. Por el contrario, que se esfuercen en obtener sólo ése bien que se puede obtener, evitando ése mal que sea posible evitar. Saber aplicar este principio a nuestra vida nos capacita para no sufrir cuando no hay que sufrir y a esforzarnos cuando realmente podemos hacer algo para mejorar nuestra vida. Cuántos sufrimientos vanos no evitaríamos, cuántas impotencias adquiridas no superaríamos, seríamos más capaces de sufrir y de gozar cuando es mejor sufrir o gozar. Para alguna persona sería una auténtica sorpresa descubrir que no es que tenga mala suerte, es que cree que las cosas, solamente, le pasan, y así tiene siempre a algo o a alguien a quien responsabilizar. ¿Y es que no viviría mucho más tranquilo y conviviría más apaciblemente con su entorno aquel que aprende a percibir cómo los demás también se equivocan y dudan tanto como él? Miedos, angustias, impotencias, que se aliviarían gradualmente practicando filosofía, porque la filosofía si no sirve para curarnos y poder vivir mejor de otra manera, para qué habría de servir.
Así también, para los epicúreos la filosofía contribuye a la curación de nuestra alma. A ello va encaminado su conocido tetrapharmakon, y su teoría física y la lógica; están puestas al servicio de la meditación y del bien vivir. “Temer sólo lo que debe ser temido y desear sólo lo que sea necesario desear”, recuperando, así, la alegría por el simple hecho de existir y poder disfrutar de cada instante. Renunciar a la satisfacción de esos deseos que no son ni necesarios ni naturales y centrarse en aquellos más naturales y necesarios. Dar gracias a la Naturaleza que ha hecho posible que lo necesario resulte fácil de conseguir y que lo que es difícil de alcanzar no resulte necesario. Es desde esta óptica práctica y terapéutica como podemos leer de otra manera el célebre cuádruple remedio: los dioses no son temibles, la muerte no es una desgracia, el bien resulta fácil de obtener y el mal sencillo de soportar. Pero, para que estos principios pasen a formar parte de nuestra vida hay que ejercitarse continuamente y cada día.
Claro que hay diferencias entre ambas escuelas, pero su coincidencia en cuanto al valor y la esencia de la filosofía es total. Los estoicos se entrenan en la representación de los males por adelantado para, de ese modo, fortalecerse y estar más preparados para afrontarlos cuando lleguen. Los epicúreos prefieren, sin embargo, rememorar los buenos momentos pasados, apartando de su conciencia las cosas dolorosas, y con serenidad y plenitud gozar del momento presente. Pero, qué nos impide, como afirma Nietzsche, coger lo mejor de cada escuela cuando así lo requiera cada situación[3].
Aunque, este valor de la filosofía no es sólo cosa de la filosofía helenística. En el diálogo Fedón, deja claro Platón que quienes se tienen por filósofos se ejercitan para morir, que es tanto como decir que se ejercitan para vivir, pues aprenden a apartar su individualidad, manifestada en la forma de pasiones, y capacitan a su alma para poder contemplar las cosas de este mundo desde una perspectiva más objetiva y universal[4]. Aristóteles, cuando exalta la vida contemplativa como ideal del sabio, también se está refiriendo a una forma de vida filosófica en donde no es posible la separación entre lo teórico y lo práctico, está hablando de una comunidad de sabios que investiga para vivir conforme a un espíritu contemplativo[5].
Así pues, esta dimensión terapéutica y transformadora nació con la filosofía misma a partir sobre todo de la práctica socrática, como vamos a ver, y de ahí pasó a todas las escuelas socráticas, y por ende, a toda la filosofía posterior, pues si resulta que la filosofía occidental no es más que una nota puesta a pie de página de los diálogos de Platón, como se ha dicho, no habrá que olvidar quién habla y quién se muestra en acción en tales diálogos. Porque, los diálogos platónicos, qué duda cabe, son, antes que nada, diálogos socráticos[6].

El ejercicio filosófico del diálogo

La atención y la concentración en sí, el dominio de uno mismo, la indiferencia ante las cosas indiferentes, la lectura, la escucha, la rememoración de cuanto es beneficioso, el examen de conciencia en solitario o en grupo, la elevación de la conciencia a una perspectiva universal, la concentración en el presente… en realidad, la mayor parte de los ejercicios espirituales que caracterizan a la filosofía antigua tienen una misma base: el diálogo, consigo mismo, con el otro, con el mundo. El diálogo, sería así, el ejercicio filosófico por antonomasia, el ejercicio de los ejercicios, pues todos los demás tendrían cabida en su seno. Cualquier texto filosófico antiguo que pretenda ser filosofía en su verdadero sentido está puesto al servicio de la práctica espiritual, y, unos textos más que otros, serían esencialmente dialógicos, pues casi siempre se está estableciendo una comunicación tácita o expresa dirigida a un interlocutor. Surgen, como recuerda Hadot[7], en el seno de una escuela filosófica, en la que un maestro educa y dirige a sus discípulos para conducirles a su transformación personal. Explicaría también esas aparentes incoherencias discursivas, debidas a que se trata generalmente de textos vivos, donde se ha de tener muy presente el momento de la discusión, “el nivel del interlocutor y el tiempo concreto del logos en el cual se expresa”.
De la misma forma dialógica entiende, en nuestros días, Oscar Brenifier la práctica filosófica, cuando se la despoja de su ropajes teóricos y especulativos. Consiste en una confrontación de la teoría con la realidad, con la alteridad que está en uno mismo, en el otro o en la totalidad del mundo. Por tanto, conlleva un desdoblamiento, lo que quiere decir que su esquema básico es el diálogo. De tal manera que el transcurso del proceso dialógico conduce a que cada uno pueda autoidentificarse y se pueda identificar el problema a analizar, a que sea posible problematizarlo pensando “lo otro” del problema, estableciendo así una relación crítica y distanciada respecto al mismo y, por último, a que sea posible reconceptualizarlo, iniciando un discurso que inaugura un nuevo mundo de posibilidades vitales[8]. Pero Oscar Brenifier, como un “sócrates de hoy” que es, sigue el arte del diálogo socrático [9].
Hay una razón básica de por qué los diálogos de Platón, especialmente los de su primera época, se dice, que no tienen una conclusión: su objetivo primordial es poner en acción el método socrático, mostrar el arte de preguntar de Sócrates. En su mayoría, son ejercicios dialécticos que buscan una transformación del ambiente y, cuando el diálogo se da por acabado, lo que se ha consumado es una transformación de los que han tomado parte en la reunión, que ya no son los mismos de cuando iniciaron el diálogo. Se ha producido una conversión interior entre los participantes, y en el lector, que va siguiendo como espectador privilegiado el curso de la acción dialéctica. Pero además, se ha ventilado, como diremos, una conversión de los participantes, actores o espectadores, a la filosofía.
Los participantes en el diálogo han tenido que tomar en consideración lo que supone para ellos mismos y para sus creencias y actitudes habituales la presencia del otro y sus derechos. Han tenido que ponerse de acuerdo en cada momento de la discusión, sometiéndose a las exigencias de la razón con vistas a la verdad y al bien, y comprometiéndose en serio en dicha búsqueda. Todo un verdadero ejercicio psicagógico y pedagógico, muy recomendable en nuestros días. Tal era el efecto que podía muy bien perseguir Platón con la publicación de sus Diálogos. El tema de que trate el diálogo no es lo decisivo, sino las habilidades que mediante él pueda adquirir el participarte, ya sea interlocutor o lector. No se discute en ellos sólo para discutir un determinado problema, sino que la discusión acerca de él, convenientemente practicada, será el medio para tratar con cualquier otra dificultad en cualquier otro contexto. Pedagogía que parte de la vida y se aplica a la vida, pedagogía con contenido, pedagogía con sentido.
Esto sería algo muy necesario en nuestras aulas y en nuestras relaciones sociales: escuchar al otro. En un diálogo socrático la dimensión del interlocutor es central. No es sólo importante que se den respuestas a lo que se discute, sino que éstas se basan en lo que cada uno va diciendo. Frente a los métodos típicamente erísticos, tan frecuentes antes como ahora, en los que sólo se persigue vencer al adversario de cualquier manera, si hace falta gritando más y mejor, Platón contrapone este ejercicio filosófico del diálogo socrático, consistente en “un recorrido del pensamiento cuyo camino va trazándose en virtud del acuerdo, constantemente mantenido, entre alguien que interroga y alguien que responde”[10] y cuyo argumento es siempre tenido por necesario con vistas a la siguiente argumentación, que ni está prefijada de antemano demagógicamente, ni, por ello, puede quedar cerrada de un modo dogmático. Cada verdad parcial en cada momento de la discusión debe ser reconquistada, porque constantemente está exigiendo el acuerdo explícito del interlocutor[11].

El diálogo socrático

En un diálogo platónico, en donde se pretende reflejar el espíritu y la práctica filosófica socrática, no importa tanto de qué se habla sino que se examina, así pues, a aquél que habla[12], que ha de rendir cuentas de sí mismo, sobre cómo vive y cómo ha vivido. Ni tampoco el interlocutor de Sócrates aprende nada, puesto que Sócrates no tiene “nada” que enseñarle, sino que simplemente aprende a cuidarse a sí mismo, prestándose atención a sí mimo. Esto significa que el interlocutor es exhortado a llevar una vida digna, prestando más atención a lo que se es que a lo que se tiene, como se insiste en la Apología.
Se nos aparece, así, el modelo del diálogo socrático como un medio para conocerse a uno mismo (“un ejercicio espiritual practicado en común y que invita al ejercicio espiritual interior”[13]), puesto que en el diálogo socrático el sujeto queda expuesto ante sí mismo, al quedar expuesto a la verdad y al bien que articula el logos de la discusión. No se trata tanto, especialmente en estos diálogos primeros de la producción platónica, de que Sócrates se busque a sí mismo desmontando su supuesta sabiduría siguiendo la máxima délfica, sino que se busca la verdad provisional y unilateral del interlocutor que hay siempre tras la aparente autosuficiencia y autocomplacencia acerca del propio saber y del propio modo de vivir. El diálogo socrático y su método inquisitivo (y cooperativo) es la oportunidad de oro para cualquiera que esté dispuesto a saber más sobre sí mismo, y que quiera vivir su vida conscientemente, quizás, la mejor manera de vivir humanamente, puesto que, quizás, como se dice en la Apología, una vida sin examen no merezca la pena ser vivida, ya que no sabría ni para qué se vive ni para qué se está.
La ironía socrática tiene su base en la situación en que se halla la vida humana, que es, como se ha dicho pareja a la que se halla el filosofar mismo. La ignorancia humana acerca de su destino y de su propio saber corre por las venas de la filosofía auténtica de todos los tiempos. De ahí que la ironía socrática, y el método socrático, puedan entenderse, situándolos en su tiempo, como una crítica a la consideración dogmática del saber en su época. Señala Hadot[14] que Sócrates, en su misión de hacer tomar conciencia a los hombres de su no-saber, se dirige casi siempre a aquellos que están seguros de que poseen “el saber”: por un lado estarían los aristócratas del saber, que opondrían su verdad a la ignorancia de la mayoría, como Parménides, Empédocles o Heráclito y, por otro lado, estarían los demócratas del saber, como los Sofistas, que pretendían sacar provecho de su “perfecto” saber. Sin embargo, la práctica que Sócrates muestra con su actitud hace suponer que el saber verdadero no es un conjunto de formulas ya hechas y establecidas, ni puede servirse en cómodas dosis al que aprende; por el contrario, la verdad debe ser descubierta y redescubierta en cada momento por el propio individuo, ya sea ensimismándose, ya sea dialogando con otros.
De manera que su método filosófico no consiste en trasmitir un saber, o la verdad, respondiendo a las preguntas de los discípulos, sino que el diálogo, en el que Sócrates interroga a cada interlocutor, sería el procedimiento para poder alumbrarla cooperativamente, puesto que él no tiene nada que enseñarles. Y, como el diálogo frecuentemente llega a una situación aporética, la carga de la prueba se desplazaría hacia el interlocutor mismo, quien acabará por descubrir, a la par que su vanidosa y ficticia verdad, la verdad sobre sí mismo, y empezará a cuestionarse a sí mismo y a preocuparse por sí mismo. Las propias contradicciones de su discurso acaban por afectar a sus propias contradicciones personales. Eso propicia un desdoblamiento que le lleva a poner frente a sí mismo la propia actitud socrática de distanciamiento, situación de la que le surge el sentimiento de no ser en su vida todo lo que debería ser, todo lo que está en su mano hacer[15], y que le puede impulsar a seguir buscándose a sí mismo. Es decir, a seguir examinándose; es decir, a seguir filosofando.

El diálogo socrático o la filosofía

Se comprende, entonces, el error de la tradición filosófica: considerar que los diálogos platónicos son un medio para exponer de un modo asequible al público o de un modo ameno, a través de este género literario, las doctrinas filosóficas del propio Platón, su teoría del alma, su teoría del conocimiento o su teoría de las Ideas. Estos diálogos manifestarían una pretensión fundamental, la de presentar a la filosofía misma, puesto que son la filosofía misma en acción: una búsqueda del saber, siempre anhelante, siempre abierta. De ahí que, como se ha referido, los diálogos platónicos a menudo parezca que quedan inconclusos, interrumpidos…, aunque, diríamos mejor, esperando que se los continúe de algún modo. Porque, muy bien ésta podría ser la intencionalidad platónica al mostrar en un texto, en una lectura motivadora, unas secuencias del proceso del diálogo, que luego debían continuar los alumnos de la Academia por sus propios medios o con ayuda del maestro. Unas escenas que el lector habría interiorizado para poder seguirlas luego en su propia vida, si es que había aprehendido la parcialidad de sus propios planteamientos vitales, a través de la debilidad mostrada por los argumentos de los personajes participantes en la discusión.
Así que tenemos que el diálogo al estilo socrático, que Platón intenta reflejar en sus Diálogos, sería un ejercicio filosófico, pudiera decirse, para la conversión social a la filosofía de oyentes, participantes o lectores, interesados o discípulos. Sería, pues, posiblemente la mayor contribución platónica a la historia de la filosofía: garantizar, a través de obras asequibles y universales, la persistencia del legado socrático (su propio descubrimiento personal durante los años que pasó con él), la inauguración de la filosofía como indagación. Un modo de vida filosófico, con su propia impronta social como la podía tener en su época el que se dedicara a otros menesteres, como el militar, el gobernante o el artesano. Platón utiliza recurrentes elementos de su época, mitos, acontecimientos políticos o militares, conflictos locales del momento, episodios históricos o sencillos ejemplos extraídos de la vida cotidiana de aquellos tiempos, pero su efecto ha durado más de veinte siglos. Deberíamos preguntarnos por qué. Y quizás la respuesta tenga que ver con su arraigo en la vida, como toda auténtica filosofía que se precie de tal, de otro modo morirá pronto, como le ocurriría a una mala obra de arte.
Las discusiones filosóficas de los diálogos platónicos surgen de una temporalidad concreta y se hallan vinculadas a una facticidad que es lo que les otorga su sentido. Vienen de las situaciones que la vida nos plantea un día cualquiera en un momento y lugar dados, y a la vida misma y hacia la autocomprensión de la misma se dirigen al final. Nada más hay que recordar cómo comienza y cómo acaba cualquier diálogo platónico (-socrático): de un modo perfectamente situado[16]. Y lo mismo hay que decir de todo su contenido, que va evolucionando dialécticamente en virtud de las necesidades, los sentimientos y las situaciones que se van generando en cada una de sus fases. Cada momento de la discusión no sólo depende del anterior desde el punto de vista lógico-discursivo, sino que también depende de las perplejidades vitales que han ido sucesivamente emergiendo entre los personajes. Sin este anclaje en la vida, estos diálogos no habrían sido el modelo filosófico que han sido para toda la posteridad.
Porque en el diálogo socrático se funde teoría y práctica, al no quebrarse la continuidad entre discurso filosófico y modo de vida filosófico. Cuando en algunas ocasiones algún interlocutor de Sócrates, ya desesperado, le reclama que diga lo que piensa sobre lo que se discute, que se deje ya de hacer tantas preguntas que no parecen conducir a nada, Sócrates no se aviene a dar una respuesta simple, si el asunto esta en un momento complejo, ni le preocupa cerrar el debate, si la cuestión es difícil, dado que el discurso no es el único modo de fundamentar una idea. Si no podemos definir para siempre y en todos los casos qué es la justicia, responde Sócrates mientras tanto: “No dejo de hacer ver lo que me parece justo. A falta de la palabra, lo hago ver por mis actos”[17]. Ni el discurso se basta a sí mismo, ni el discurso significa filosóficamente nada por sí mismo. El sabio mejor no lo sería porque fuera capaz de armar muy bien su discurso, porque fuera muy persuasivo o porque su teoría diera razón de todo; si no hay coherencia entre el decir y el obrar, si no lo muestra en primer lugar en sus acciones, no estaría aportando una aproximación verdadera de sabiduría. Contra el tan traído y llevado intelectualismo moral socrático, diríase que la persona buena no es aquella que conoce la bondad, sino la que actúa bien sabiendo lo que hace.
El dogmatismo es cosa de la tradición, la apertura y la búsqueda es la cosa de la filosofía. Después de haber estado estudiando académicamente la filosofía de Platón o la de Sócrates, aquél que acude por fin a leer los diálogos platónicos mismos queda sobrecogido al observar que allí nada está cerrado ni concluido definitivamente. De manera que si, como se ha dicho, la filosofía socrático-platónica ha sido el punto de partida de la tradición filosófica occidental, tomada ahora, tal como se muestra en acción en sus diálogos, bien podría ser también el punto de partida para poder recuperar a la filosofía de un modo fructífero para el presente, mitigando en lo posible su agotamiento y su alejamiento social.

La filosofía, en el diálogo Cármides[18]

Si en los diálogos socrático-platónicos se pone en marcha a la filosofía, veamos con qué rostro. Este acercamiento a la filosofía lo conduciremos a través de un diálogo emblemático de la primera época, el Cármides[19], que se afana en la definición de sophrosyne, que en el diálogo resulta que es tanto como buscar el lugar que puede ocupar la filosofía en el marco de la vida social humana. Veamos si no le cabe ninguna razón de ser dentro de dicho conjunto. Está en juego el ser y el estar de la filosofía.
Uno de los intereses básicos que parecen mostrar los diálogos de Platón es el de presentar a la figura de Sócrates de modo correlativo al quehacer filosófico. Es decir, que lo que hace Sócrates es filosofar y la filosofía es eso que Sócrates hacía y, por consiguiente, Sócrates representa la filosofía, esa actitud de búsqueda permanente de sentido. Al igual que la vida de Jesús puede representar para el cristiano lo que sería su modelo de vida, al que siempre hay que volver para nutrirse una y otra vez, así, ya antes, la vida ejemplar de Sócrates y la actitud que mostraba en sus apariciones públicas y privadas, encarnó el auténtico ideal de vida filosófico, empeñado siempre en buscar denodadamente un poco de sabiduría. Pero hay una diferencia básica. La idea de búsqueda es crucial, porque si no, si la filosofía se vuelve dogmática y no provisional, ya no sería filosofía. Puede que esto se haya dado con demasiada frecuencia en nuestra tradición filosófica, lo que podría suponer uno de los motivos de su precariedad actual.
La filosofía, entonces, deberíamos entenderla como un instrumento para esa búsqueda de lo que no sabemos y que necesitamos saber para ser, y el diálogo socrático sería uno de sus ejercicios más originarios y más provechosos[20]. El buen dominio de esta herramienta de búsqueda podría llevarnos a saber vivir, a “saber obrar bien a conciencia” sabiendo lo que se hace. Esta dimensión reflexiva (y autorreflexiva) de nuestra propia vida y de nuestra convivencia con los demás, es el descubrimiento filosófico de este diálogo Cármides, en el que vamos a centrarnos a continuación. Un descubrimiento de la esencia de la filosofía, la cual se insertaría dentro de este aspecto reflexivo, básico de la vida humana, y que en este diálogo, como en todos los demás, se muestra en acción a través, no de un lógos, sino a través de un dia-lógos, en el que Sócrates se muestra a sí mismo buscando, como cualquiera de nosotros que deseara ser consciente de su propia vida; si desea buscarse con cuidado a sí mismo, si desea filosofar.
La búsqueda en este diálogo se encamina, en concreto, hacia el entorno de una virtud, sophrosyne[21], que representaría el objeto de dicha búsqueda, su objetivo. Y es, precisamente, el aparentemente infructuoso final del camino el que nos lleva a fijarnos en la utilidad del camino mismo, que no es otro que el propio discurrir filosófico, que ya nos habría transformado en su transcurso, y que nos permite tomar distancia y ser un poco menos ignorantes que antes de comenzar la discusión. De ahí que los personajes centrales del diálogo no se sientan defraudados al final del mismo, sino dispuestos a reanudar la búsqueda en la siguiente ocasión que tengan, para lo cual quedan emplazados citándose expresamente.
Sócrates ha vuelto a Atenas después de la batalla de Potidea, y una vez que se hubo acomodado junto a Critias y a otros personajes que en la Palestra estaban, y hubo respondido a las preguntas de éstos sobre su participación en dicha campaña, lo primero que pregunta Sócrates es por la filosofía: “qué tal le iba a la filosofía, cómo andaba la juventud y si se distinguía alguno por su saber o su hermosura, o por ambas cosas” (153d). Diríamos: cómo le va a la filosofía, ahora que Sócrates lleva un tiempo fuera de Atenas y lejos de su frecuentada actividad de ayudar a los atenienses a examinarse a uno mismo filosofando.
Un simple ardid para atraer a Cármides, el muchacho más atractivo para todos en aquel momento, al que se pretende “desnudar” tanto por fuera como por dentro dialogando con él (154e), conduce a presentar a Sócrates como un médico que trata el cuerpo conjuntamente con el alma, y que, para tratar el alma, afirma, se necesitan ciertos ensalmos, que son los buenos discursos, gracias a los cuales puede nacer en ella sophrosyne (157a). Si ya lo poseyera no haría falta pasar a dialogar, pero puesto que Cármides admite su no saber sobre si ya lo posee o no, puede dar comienzo la indagación conjunta, se pone en marcha la necesaria discusión con el beneplácito del joven.
Para saber si se tiene algo, habrá que saber qué es ese algo, sus propiedades, así que se le pide a Cármides que, puesto que habla el mismo idioma que todos los demás participantes, el griego, escudriñe en el uso normal del lenguaje y proponga una primera caracterización de lo que se busca: “hacer todas las cosas ordenada y sosegadamente, con tranquilidad” (Hipótesis 1). Uso que puede haber llegado a nuestros días y a nuestro lenguaje y del que muy bien podría derivar la expresión popular: “tomarse las cosas con filosofía”. Frente a esta propuesta, se dispara la problematización[22] socrática, con la intención de examinar si tal conjetura resiste la argumentación sobre ella. Así, se procede al desenvolvimiento de la hipótesis y a sacar a la luz sus consecuencias o inconsecuencias. En este caso, primero acudiendo a ejemplos de habilidades corporales, y luego a ejemplos de destrezas psíquicas, se muestra una contradicción en el uso, ya que si se está indagando algo propio de una virtud, que es de por sí algo excelente, no se toma la lentitud y la calma en esos ejemplos como algo excelente. Sin embargo, como el asentimiento de Cármides no es pleno, Sócrates entiende la anterior contradicción de un modo constructivo, de manera que el interlocutor no se sienta excesivamente negado y pueda proseguirse con buen ánimo la investigación: por lo menos algunas veces, no siempre, las cosas que se hacen lentas y con calma pueden ser excelentes. Y sigue el proceso.
Ahora se le pide a Cármides que se fije mejor todavía, que esta vez se mire a sí mismo, para ver qué cualidades puede poseer sophrosyne cuando pudiera estar en él en algún momento. Es decir, que ahora se parte de una experiencia individual, no ya de una experiencia común recogida en el lenguaje. Cármides se concentra y reflexiona muy intensamente, y responde que “es algo así como el pudor” (Hipótesis 2). Pero entonces, acudiendo a la autoridad homérica, cuando dice que “no es buena la compañía del pudor para el hombre indigente”, se nos aparece el pudor como algo bueno y a veces como algo no bueno, lo que nos deja de nuevo sumergidos en la perplejidad. Perplejidad, que obliga a Cármides a buscar recursos para salir airoso. Opta por echar balones fuera, escudándose en lo que una vez dijo uno de los que allí están presentes, Critias (que, en principio, no quiere darse por aludido). De esta manera, puede salir otro a la palestra, nunca mejor dicho, puesto que allí mismo estaban. No olvidemos que en la investigación socrática lo que está en juego es el propio individuo, su propio modo de ser y de vivir, que queda expuesto y en riesgo a través de sus locuciones. La nueva hipótesis es que sophrosyne consistiría en “ocuparse cada uno de lo suyo” (Hipótesis 3), cosa que fácilmente queda refutada, pues “¿te parece a ti que estaría bien administrada una polis, si se ordenase por ley que cada uno tejiese y lavase su propio manto, que cada uno cortase las suelas de sus propios zapatos y, con sus vasijas y cepillos y, de la misma manera, con todas las otras cosas, de modo que llegase a desentenderse de los demás y sólo llevase a cabo lo que tiene que ver con él, y sólo de ello se ocupase?” (162a), y, sin embargo, parece cosa propia de sophrosyne el que la polis estuviera bien administrada, si se trata, como se da por supuesto en la discusión, de una excelencia.
Esta refutación, y la sorna con que Cármides miraba al verdadero autor de tal propuesta, además de la mano izquierda de Sócrates, consiguen que Critias salga a escena, y a partir de ahora la discusión cambia hacia este interlocutor. De espectador, ahora pasa a un primer plano como actor de la indagación. En este punto, dado que el nuevo interlocutor es capaz de una discusión de más enjundia, ésta se torna algo más compleja, pero también promete resultados más suculentos. Se repasa con fina ironía la refutación anterior, para comprobar si Critias sigue manteniendo la misma hipótesis, pero éste se distancia de ella aclarando que él, en el fondo, no afirmaba aquello de que sophrosyne consiste en eso de ocuparse de la cosas de uno mismo, amparándose, lo que le sirve de réplica un tanto sofista, en la distinción entre “hacer” y “ocuparse de”, dado que hacer se pueden hacer obras buenas u obras malas y no sería ninguna contradicción el ocuparse cada uno de lo suyo, siempre que fueran cosas buenas las que hiciera. A Sócrates no le importa mucho este cambio de rumbo, si es lícito o más bien si es una salida por la tangente, pero pone mucho énfasis en que se defina de modo unívoco y claro el punto de partida, para poder seguir a partir de ahí la indagación, que, sea cual sea la línea de salida, la trayectoria puede llegar a ser provechosa, que es de lo que se trata (buen maestro este buen Sócrates). Conviene, pues, Critias, en definir provisionalmente sophrosyne como “el ocuparse con buenas obras” (Hipótesis 4) y se deja de lado el individualismo de la etapa anterior. La nueva problematización se construye ahora a través de una intuición de Sócrates acerca de un posible olvido de su interlocutor en la definición que ha aportado. Le pregunta: “¿Y es necesario que el médico sepa cuándo cura con provecho y cuándo no, y que cada uno de los artesanos sepa cuándo va a sacar beneficio de la obra que tiene entre manos y cuándo no? –Posiblemente no” (164b). Y se comprueba que la definición quizás era incompleta puesto que a partir de ella ha surgido una perplejidad o consecuencia inesperada: “Por tanto, parece que, quien algunas veces obra con provecho, obra, en verdad, según sophrosyne y posee esta virtud, aunque no sabe lo que es” (164c). Pero, aunque esto no pasaría nunca, según replica Critias, no obstante, está dispuesto a modificar su propuesta ante la tan sorprendente posibilidad de tener que generalizar que un hombre obre bien sin saberlo. La pista que ha introducido en el debate la inclusión de la cuestión del saber o la consciencia, hace que Critias tenga claro por donde seguir: tener sophrosyne es “conocerse a uno mismo” (Hipótesis 5), hallando además un apoyo prometedor en la homónima máxima délfica.
Un diálogo socrático es un pedazo de vida y Platón intenta reflejar esto de la mejor manera posible, dando vida a su texto. La amistad de Critias y el conocimiento que éste tiene de los avatares de la vida de Sócrates puede haberle llevado a proponer la anterior hipótesis, como si Sócrates hubiera estado esperando oír esto de su interlocutor. Nada más lejos de lo que pretende Sócrates. Esta posible “implicatura conversacional” no le hace ninguna gracia a Sócrates, pues desvirtúa su arte de preguntar y su objeto: “Pero tú, Critias, le dije yo, te pones ante mi como si yo afirmase que sé aquello por lo que pregunto, y que, tan pronto como lo quisiera, estaría de acuerdo contigo; cosa que no es así. Más bien ando, siempre en tu compañía, detrás de lo que se nos ponga por delante, porque en verdad que yo mismo no lo sé. Una vez, pues, que lo haya examinado, será cuando esté dispuesto a decir si estoy o no estoy de acuerdo contigo. Espera entonces hasta que me lo haya visto bien” (165c). Desde aquí hasta 166e, se superpone un nivel metadiscursivo en donde se examina la propia práctica socrática, a la par que se sigue el examen de la nueva hipótesis.
Si sophrosyne es algo así como conocer, ha de ser un saber, y si es un saber, lo ha de ser de algo. Pero si fuera un saber de sí mismo, entonces resultaría un saber algo extraño, pues todos los saberes (inclusive los más abstractos como el arte del cálculo, la geometría o la estática, que trata de lo pesado y lo ligero, siendo ella distinta a lo pesado y a lo ligero) lo son de algo distinto de ellos mismos. Acude entonces Critias, aparentemente, en ayuda de Sócrates, indicando la excepcional novedad de este saber que están buscando, puesto que “todos los otros saberes lo son de algo, pero no de sí mismos, mientras que éste es el único que, además de ser un saber de todos los otros, lo es de sí mismo” (166c). Por si antes había quedado alguna duda de que Sócrates no desea respuestas prefiguradas, es el propio Sócrates el que insiste con más empeño, si cabe, en analizar y refutar la propuesta, como si hubiese sido suya, hasta que sea el propio interlocutor el que diga por sí mismo lo que haya de decir. Por eso, cuando Critias insinúa que, si se le ha ocultado esa respuesta (la recogida en la cita anterior), es porque está haciendo algo que ha dicho que no hacía, esto es, refutar al adversario olvidándose del discurso mismo, Sócrates se enfada un poco y aclara de nuevo su práctica: “¿Cómo puedes suponer algo así? Estás pensando que, por refutarte a ti mismo realmente, yo lo hago por otra causa distinta de aquella que me lleva a investigarme a mí mismo y a lo que digo, por temor tal vez, a que se me escape el que pienso que sé algo, sin saberlo. Te digo, pues, qué es lo que ahora estoy haciendo: analizar nuestro discurso, sobre todo por mí mismo, pero también, quizá, por mis otros amigos. ¿O es que no crees que es un bien común para casi todos los hombres el que se nos haga transparente la estructura de cada una de las cosas? –Y mucho que lo creo, dijo él, ¡oh, Sócrates! –Por tanto, ten ánimo, bendito Critias, dije yo, y responde desembarazadamente a lo que se te pregunte, sin cuidarte de si es Critias o Sócrates el que es refutado. Preocúpate, pues, sólo de poner atención al discurso y de ver por dónde pueda salir airosamente cuando se le cierre el paso con argumentos” (166de). Se marcha, pues, tras la verdad, no tu verdad ni mi verdad; nosotros y nuestras experiencias somos el punto de partida.
Este es el momento en que el diálogo sufre una inflexión muy prometedora, pues desemboca en la posibilidad de hablar de un saber reflexivo. Se sigue prolongando la hipótesis hasta llegar al siguiente corolario: si también, ese saber, no lo será del no-saber, puesto que es del saber, es decir, si puede consistir en saber qué es lo que se sabe y lo que no se sabe. Curiosamente, este saber que sería capaz de discernir, en sí mismo y en los demás, lo que cada uno cree saber cuando sabe y lo que no sabe cuando cree saber algo, coincidiría, por cierto, con la actitud filosófica socrática de aspiración al saber, no dejándose atrapar por aquello que realmente no se sabe, lo que no sería más que un grave signo de ignorancia. Esta es la otra lectura que estamos indicando desde el principio: si todo el conjunto del diálogo no estaría construido de tal manera que sirviera de presentación de la meta de la filosofía y de la filosofía misma como saber, lo que se estaría mostrando una y otra vez en el mismo proceder socrático. Dialogando, estaríamos haciendo filosofía para ir alumbrando qué nos puede reportar la filosofía a nosotros y al mundo que compartimos.
Se reformula así la hipótesis a partir del análisis del anterior corolario: “el conocimiento de sí mismo implica saber qué es lo que se sabe y lo que no se sabe” (Hipótesis 5´). Y se traza un itinerario general de la búsqueda: 1) examinar de nuevo si es posible o no es posible lo anterior: saber que se sabe lo que se sabe, y saber que no se sabe lo que no se sabe; y 2) si algo así es realmente posible, qué utilidad nos puede proporcionar este saber. La problematización del primer punto se centra en una aporía que Sócrates confiesa preocupado, pues no encuentra salida: el conocimiento más sencillo referido a sensaciones como la visión, la audición o el deseo, y el conocimiento más complejo como el que conllevan la voluntad, el amor, el temor, o la opinión, siempre son intencionales, son saber de algo. Sería así muy extraño, por ejemplo, una opinión que lo es de otras opiniones y de sí misma, pero que no es opinión de nada de lo que las otras lo son; o una visión que se ve a sí misma y a otras visiones, pero que no ve ningún color que es lo que las otras ven. Pero aquí tendríamos, entonces, un saber no intencional que, al parecer, no es saber de conocimiento alguno, sino sólo de sí mismo y de los otros (168a). No se niega que esto no exista, pero como parece algo extraño, se sigue investigando. Pues, estaríamos ante un saber vacío. ¿Será posible un saber así, un saber de nada? ¿O no será posible un saber de sí mismo? Una voluntad de querer, un amor al amor, un deseo incansable de desear. ¿Será esto posible o no? ¿Se estará inaugurando un nuevo saber de tipo reflexivo? ¿Se estará dando carta de naturaleza a la reflexión filosófica? La duda acerca de esta novedad, al compararla con otras cosas semejantes, ¿no estaría mostrado, precisamente, su originalidad incomparable? Una visión que se vea a sí misma, una audición que se oiga a sí misma, un calor que se calienta a sí mismo, un movimiento que se mueva a sí mismo, un saber del saber, ¿es posible? No hay seguridad en esta fase de la discusión y el mismo Sócrates reconoce su impotencia. Así que la carga de la prueba se pone a continuación en la investigación de si puede tal “saber del saber” (Hipótesis 5´´) traernos algún provecho, confiando en que así sea. Problemático resulta, pues, según lo que llevamos visto del diálogo, asegurar la existencia de un tal saber. ¿La filosofía sería, entonces, algo problemático en sí, un saber problemático en sí mismo, porque hace problema de sí misma y de todo lo demás? Confiemos en que dicho autoconocimiento tenga algún provecho.
Pues no queremos sólo un saber abstracto y teórico, aunque pudiera darse, si vamos a vivir, filosóficamente si es posible. Y si al menos mostrara utilidad, no importaría tanto su indemostrabilidad teórica. Pero, ¿cómo conducirse para tratar de llegar a este puerto? La perplejidad en que está sumido Sócrates empieza a contagiar a Critias quien, atento a su propia reputación, intentaba ocultar sin mucha fortuna la aporía. Es el momento en que la maestría psicagógica de Sócrates debe conseguir hilar fino para rescatar a todos los intervinientes desde el fondo de la arena movediza en la que parecen hundirse cada vez más, y conseguir que el discurso salga a flote: “Entonces, si te parece Critias, vamos a dar ahora por sentado que es posible que se dé un saber del saber. Examinaremos de nuevo si esto es así, o no. Pero dime, en el caso de que esto fuera plenamente posible ¿cómo podrían saberse más y mejor las que uno sabe y las que no? Porque decíamos que esto era el conocerse a sí mismo y poseer sophrosyne” (169d). Se despliega así una nueva problematización, que no es, de nuevo, más que un reto, cuyo desafío nos permitirá avanzar en la investigación. ¿Será capaz este “saber del saber” de llevarnos a distinguir cuándo se sabe o cuándo no se sabe? Así sería útil, al menos. Serviría para distinguir a aquel que, por ejemplo, pretende pasar por médico sin tener el conocimiento suficiente para ello, o a un político que no sea un verdadero político por su ignorancia de la justicia. Y aquí surge de nuevo la aporía, porque si tal “saber del saber” sólo sabe en general del saber, y nada sabe en concreto sobre la salud y la enfermedad, siguiendo con el ejemplo, sabrá que sabe, pero no sabrá qué es lo que sabe, y por consiguiente, no podrá distinguir el que sabe medicina del que no sabe. Por otro lado, si el experto en medicina no sabe nada sobre el saber médico, no sabrá nada de medicina, puesto que la medicina es un saber y el “saber del saber” ya lo hemos dejado del lado del que tiene sophrosyne. Surge, así, básicamente la misma aporía, pero con motivo de la utilidad para demarcar el saber del no saber. ¿Puede haber un saber de nada en concreto? Si una ciencia es general no puede ser particular, y si trata de algo ya no puede ser general[23]. Esta férrea lógica del “tercero excluido” cierra el paso a la discusión y la convierte en literalmente aporética, pero, ahí está precisamente lo sugestivo de este diálogo, que va conduciendo al lector a ir pensando paso a paso, poco a poco, en algo distinto y más allá. Algo que estaría brotando en la cabeza del lector, desde el interior de la biomasa que va formándose de la fermentación de toda esta argumentación, cuando la va considerando en su conjunto. Como Venus nació en el relato de Ovidio, de la contracción de lo imposible, así está gestándose la perspectiva filosófica ante los ojos abiertos y estupefactos del lector, como búsqueda de ese saber que tendría que ocuparse de todo.
En una sociedad en que la auténtica filosofía, no sofística ni dogmática, ha de luchar todavía por abrirse un hueco entre los saberes establecidos, se comprende esta estrategia dialógica de Platón. Han de ser los interlocutores, como aprendió de su maestro, han de ser los propios lectores los que lleguen a comprenderlo por sí mismos, para que pueda tener credibilidad. No todo se les da hecho, han de completar el ejercicio con otros ejercicios de ampliación. Por eso, vamos a ver ahora a Sócrates haciendo de abogado del diablo, poniendo cortapisas a un ideal de sabiduría que ya se estaba fraguando y que en este diálogo se expone claramente en esta última parte que nos queda por recorrer. Si el que tiene sophrosyne poseyera tal saber y fuera realmente capaz de distinguir cuándo se sabe de cuándo no se sabe, si ello fuera realmente posible, sí que sería muy provechoso poseerlo: “Pasaríamos la vida sin equi­vocaciones nosotros mismos porque poseíamos sophrosyne, y también todos aquellos que estuviesen bajo nuestro gobierno. Nosotros mismos no pondríamos mano en nada que no supiéramos, sino que, encontrando a los que entienden, se lo entregaríamos. También a nues­tros subordinados les permitiríamos hacer aquello que pudieran hacer bien, cuando lo hicieran -esto, acaso, sería aquello de lo que poseen conocimiento-, y así una casa administrada por sophrosyne sería una casa bien administrada, y una ciudad bien gobernada, y todo lo otro sobre lo que sophrosyne imperase. Desechado, pues, el error, imperando la rectitud, los que se encon­trasen en tal situación tendrían que obrar bien y honro­samente y, en consecuencia, ser felices. ¿No hemos hecho, Critias, un discurso así sobre sophrosyne, dije yo, cuando queríamos describir qué gran bien era el saber lo que uno sabe y lo que no sabe? -Sin duda que lo hemos hecho, dijo. -Pero ahora ves, dije yo, que en ningún lugar hemos llegado a encontrar un saber que se encontrase en tales condiciones. -Ya lo veo. -¿Acaso, dije yo, este sophrosyne que acabamos de descubrir y que es experto en el saber y en la ignorancia no tiene de bueno que quien lo posee aprende más fácil­mente todo lo que, por lo demás, quiere aprender, y que todo le aparece más claro, porque, al lado de todo aquello que aprende, ve, por añadidura, el saber mismo? ¿Y no juzgará a todos los otros más exactamente en aquello que él mismo haya aprendido; mientras que querer juzgar, sin ese aprendizaje, a otros será hacerlo más floja y malamente? Así, pues, mi querido amigo, ¿no será algo de este estilo el provecho que se saca de sophrosyne, y lo que pasa es que nosotros tenemos la mirada puesta en algo mayor y buscamos algo mayor de lo que en realidad es? -Tal vez, dijo él, es eso lo que pasa” (171d-e).
Por tanto, sophrosyne no representaría ni más pero tampoco ¡ni menos que eso! En el texto aparece como ideal, y al no poderlo tomar como algo plenamente real sino utópico, se lo enmarca dentro de la mencionada aporía aparentemente insoluble. Pero si fuera posible, Sócrates mantiene que sería muy útil en la administración de la casa y la ciudad y en la conducción de la propia vida en relación a los demás, es decir, para convivir con otros. Sócrates lo refiere más adelante en el texto como un “sueño” suyo y, casi al final del diálogo, se presenta como una intuición, un barrunto de algo que es más fácil de expresar su exigencia, que de fundamentar. De ahí que lo que no se ha podido demostrar, se dé sucesivamente por supuesto, para poder continuar la discusión en otro nivel, a ver si así se puede salir de la aporía. “Convengo en que el género humano, así preparado, obraría y viviría más sabiamente, porque sophrosyne no permitiría que, bajo su vigilancia, se colase, como colaboradora nuestra, la ignorancia. Sin embargo, que obrando así de sabiamente, obraríamos bien y sería­mos más felices, eso, querido Critias, es cosa que aún no podemos alcanzar” (173d). Ya queda, pues, planteado el nuevo problema: con dicha sabiduría, ese conocimiento autoconsciente, ese meta-saber que tendría que ocuparse de todo, con él, además ¿actuaríamos mejor y seríamos más felices? No se logrará afirmarlo, pero el esquema queda ya planteado en la mente del lector.
No es cualquier conocimiento el que puede conducirnos a ser más felices, según afirma Critias, ya algo alterado por lo insulso de los ejemplos de conocimiento que le va presentando Sócrates (el conocimiento para cortar suelas, trabajar el bronce o la madera… el juego de damas), sino una peculiar “ciencia del bien y del mal” (Hipótesis 6). Si separáramos ese meta-saber de los otros saberes, puede que nada les faltase para el conocimiento de su propio objeto (la medicina, por ejemplo, no curaría menos por ello), conviene Sócrates, salvo quizás que tales otras ciencias “lleguen a sernos buenas y provechosas” (174c). Pero esta ciencia del bien del mal no puede ser sophrosyne, pues tendría un objeto propio, el bien y el mal. Así pues, el diálogo presenta esa meta-ciencia y esta ciencia del bien y del mal separadas, irreconciliables, y sin poderse entender con una mínima lógica el provecho que nos traería sophrosyne. La misma aporía sigue flotando, aunque Critias no se resigna: “Pero, ¿cómo es que, dijo él, de nada nos serviría? Porque, si sophrosyne es, con mucho, el saber de los saberes y sabe de los otros, entonces también estaría por encima de este saber del bien y nos sería, en consecuencia, provechoso” (174d). Y Sócrates se ve obligado a insistir en que, a pesar de que se han puesto de acuerdo en muchas cosas y su pesquisa ha ido por unos cauces de tan buenos modales, resulta que “después no nos han coincidido en el discurso” (175b). Tiene que atribuirlo a su propia incapacidad para conducir el debate, que ha conseguido presentar algo tenido útil por todos, como inútil. Aunque quizás, y el lector está maduro para ir percibiéndolo, se trate de otro tipo de utilidad diferente a los tipos de utilidades habitualmente consideradas cuando hablamos de tareas que tienen un fin o de saberes concretos que tienen un objeto.
El diálogo Cármides se cierra así, de nuevo como otros diálogos platónicos, al parecer en falso. Pero no, porque se cierra, pero abriendo un nuevo comienzo. De hecho, Sócrates acaba confesando a Cármides: “con todo, no creo que esto sea así, sino que lo que pasa es que yo he planteado mal mis pesquisas, puesto que sophrosyne es un gran bien, y si lo posees, eres feliz” (175e). Y Cármides, que no está seguro de si lo posee o no, sobre todo después de las dificultades a que han quedado expuestos Critias y Sócrates en la discusión, no muestra ningún impedimento, todo lo contrario, para que Sócrates lo siga sometiendo al “ensalmo” de los buenos discursos. Una tan buena disposición y tan cabal que a Sócrates le sugiere que este joven algo debe tener ya de sophrosyne. El final del diálogo significa, entonces, el proseguir de la búsqueda. Es decir, que no se cierra, sino que incita a seguir filosofando, un modo digno de vivir dignamente, aprendiendo a obrar bien con conciencia de lo que se hace, procurando saber lo que hay que preferir, mediante la práctica y el ejercicio de un saber reflexivo, general y crítico.

Sócrates o la filosofía, en el diálogo Banquete

Repasando algunas de las partes finales del diálogo platónico Banquete[24] podríamos comprender mejor cómo la figura de Sócrates puede llegar a fundirse con la filosofía misma, tal como ésta alumbró en nuestra cultura. De manera que si nuestra intención es recuperar la filosofía en su sentido originario para poder así orientar su presente, necesariamente habremos de transitar los contornos de la figura socrática. Como indica Hadot[25], el uso del término philo-sophia evocaba en la antigüedad una forma de vivir, una manera de estar en el mundo, que no proporcionaba sólo conocimiento, sino que su práctica le hacía a uno “ser” de otra manera. Y, efectivamente, así ha sido la filosofía cuando se la ha practicado de verdad, y entre los que la han practicado de veras. Ya me dirán ustedes para qué puede servir la filosofía, si no sirve para iluminar nuestra existencia mundana y para tratar de vivir mejor. Pues bien, en el diálogo Banquete, Platón, además de mostrar a la filosofía en acción a través del diálogo socrático, como con otros diálogos platónicos, observamos a la filosofía en persona. Encarnada en la “figura” de Sócrates y, más que en su decir, en lo que mostraba de sí y en lo que hacía.
Queda plasmado en este diálogo que la filosofía es como Sócrates, y que Sócrates es como Eros. Así vemos que el elogio a Eros, que es el arranque del symposion (que es simposio y es banquete), supone un elogio de la filosofía, lo que no es más que una carta de presentación de la figura de Sócrates, quien representa al filó-sofo, como se lo entiende en la antigüedad y como se entiende a la filo-sofía desde entonces, aunque se haya ido desdibujando su fisonomía sobre el muro enmohecido de la historia de la filosofía.
Es importante notar que el tema de este symposion no es el amor sino que es determinar la naturaleza de Eros, una peculiar e indefinida divinidad, a la que al parecer debemos mucho los humanos, aunque no sepamos muy bien cuánto ni de qué manera. De otro modo no es posible entender bien la tópica conclusión de que la filosofía es amor… a la filosofía. El esquema que estamos presentando tiene dos partes, que coinciden, primero, con el discurso de Diotima, que refiere Sócrates (él no tiene nada que decir, puesto que todo lo que puede decir del “amor” lo aprendió de esta sacerdotisa), y segundo, con el discurso de Alcibíades, que irrumpe estrepitosamente, ebrio y acompañado de una flautista que le sujetaba, adornado en su cabeza de guirnaldas y cintas, y que procede a un ambivalente elogio de Sócrates, a partir de sus experiencias personales con él. Repasemos un poco ambos discursos.
Después de haber comido y bebido, los convidados al banquete de Agatón aceptan de grado el tema para proseguir la reunión decretado por el symposiarca para la ocasión, Erixímaco. Éste propone, a sugerencia de Fedro, que por turnos vayan elogiando a un dios algo olvidado de los poetas, siendo tan antiguo e importante como otros: Eros. En último lugar intervendrá Sócrates, quien manifiesta su entusiasmo por el tema, pues afirma “no entender de ninguna otra cosa que de lo erótico” (177e). Y cuando lo haga supondrá un cambio de rumbo en el diálogo, tanto en el fondo como en la forma. Él no buscará hacer un elogio como los demás[26], de lo que no se ve capaz, dice con ironía, sino que orientará el discurso a su manera hacia la verdad. “A su manera” significa, ya lo sabemos, dialécticamente, mediante preguntas y respuestas. Antes había advertido Fedro a Agatón, que “si respondes a Sócrates” ya quedarás atrapado por su anzuelo para seguir dialogando (194d).
Un breve, pero esclarecedor, diálogo de Sócrates con Agatón concluye, contra el discurso de éste, que Eros no puede ser sino el deseo o la búsqueda de la belleza o del bien. Si eros lo es de algo, como por ejemplo el padre es padre de alguien, entonces tiene una carencia actual o futura (si eros no tiene la belleza, la desea, y si ya la tiene, desea tener más, por tanto, carece de ella). Eso quiere decir que no tiene la belleza y que no es bello, por consiguiente. Y si lo bueno es bello, eros también carecerá de, y no será, bueno. Agatón no debe sentirse mal, ni solo, en esta inesperada consecuencia; es lo mismo que le pasó a él, a Sócrates, cuando respondió de modo parecido a similares preguntas de Diotima, la sacerdotisa de Mantinea, quien le instruyó sobre las “cosas de eros” (201d), y que ahora, en este momento del diálogo, va a asumir el rol interrogador típicamente socrático. Así, de nuevo, vemos que Sócrates no afirma nada por sí mismo, sino que relata lo que le contó esta sacerdotisa. Aparte de mostrar su coherencia con la asunción socrática de la propia ignorancia, este elemento del diálogo permite comprobar la capacidad psicagógica de Sócrates, su tacto extremo para interesar y captar al interlocutor, de manera que el diálogo tenga ocasión de extraer de él lo mejor de sí mismo.
Que no sea bueno y bello no quiere decir que eros sea malo y feo. Hay una tercera vía lógico-conceptual, y lo mismo que puede haber algo intermedio entre la sabiduría y la ignorancia (la recta opinión), que no es un conocimiento totalmente justificado y verdadero, pero que se le acerca gradualmente, así también eros es algo intermedio y gradual entre el bien y la belleza y lo carente absolutamente de esas cualidades, así como también está entre lo inmortal y lo mortal. Por eso se le define como un demon, un intermedio y un mediador, algo que está entre lo humano y lo divino. La génesis mítica de Eros que narra Diotima sirve ahora al propósito de comprender los rasgos esenciales de lo erótico: “Cuando nació Afrodita, los dioses celebraron un banquete y, entre otros, estaba también Poros (Recurso), el hijo de Metis (Prudencia). Después que terminaron de comer, vino a mendigar Penía, como era de esperar en una ocasión festiva, y estaba cerca de la puerta. Mientras, Poros, embriagado de néctar -pues aún no había vino-, entró en el jardín de Zeus y, entorpecido por la embriaguez, se durmió. Entonces Penía, maquinando, impulsada por su carencia de recursos, hacerse un hijo de Poros, se acuesta a su lado y concibió a Eros. Por esta razón, precisamente, es Eros también acompañante y escudero de Afrodita, al ser engendrado en la fiesta del nacimiento de la diosa y al ser, a la vez, por naturaleza un amante de lo bello, dado que también Afrodita es bella. Como hijo de Poros y Penía, le ha correspondido esta manera de ser: en primer lugar, es siempre pobre, y lejos de ser delicado y bello, como cree la mayoría, es, más bien, duro y seco, descalzo y sin hogar, duerme siempre en el suelo y destapado, se acuesta a la intemperie en las puertas y al borde de los caminos, compañero siempre inseparable de la indigencia por tener la naturaleza de su madre. Pero, por otra parte, de acuerdo con la naturaleza de su padre, está al acecho de lo bello y de lo bueno; es valiente, audaz e impetuoso, terrible cazador que siempre trama algún ardid, ávido de sabiduría y sagaz, filósofo durante toda su vida, un formidable mago, encantador y sofista. No es por naturaleza ni inmortal ni mortal, sino que en el mismo día unas veces florece y vive, cuando está en la abundancia, y otras muere, pero recobra la vida de nuevo gracias a la naturaleza de su padre. Mas lo que consigue siempre se le escapa, de suerte que Eros nunca ni está falto de recursos ni es rico, y está, además, en el medio de la sabiduría y la ignorancia. Pues la cosa es como sigue: ninguno de los dioses filosofa ni desea ser sabio, porque ya lo es, como tampoco ama la sabiduría cualquier otro que sea sabio. Por otro lado, los ignorantes ni filosofan ni desean hacerse sabios, pues en esto precisamente es un mal la ignorancia: en que quien no es ni bello, ni bueno, ni inteligente se crea a sí mismo que lo es suficientemente. Es seguro que quien no cree estar carente de nada, no desea tampoco aquello de lo que no cree carecer” (203b).
Por lo tanto, Eros está totalmente marcado por su origen contrario y por el contexto en que fue engendrado (el día del nacimiento de Afrodita, diosa de la belleza), que lo convierten en fruto del anhelo de ser y de la consciencia de lo que no se es. Una actitud gerundiva, anhelante, deseante, buscadora, en transcurso de ser; un filó-sofo, un amante de la sabiduría, puesto que no posee la sabiduría, pero aspira a ella con toda su fuerza, con momentos de grandeza y con otros de abatimiento. Un punto intermedio, entonces, entre el sabio y el ignorante, pues no filosofan los dioses ni filosofan los ignorantes. Éste es quehacer específicamente humano, entre aquellos que desean saber de sí mismos y del mundo en que viven.
El impulso erótico, tal como lo sigue describiendo Diotima, estaría en el fondo del impulso creativo humano, pero también define a lo vivo en su esencia más básica: la lucha por ser, la lucha por persistir, una resistencia activa, un intento inagotable y agotador de lo viviente por mantenerse en orden frente al torrente entrópico de la materia. En los hombres se observa en muchas facetas de su vida: esa necesidad de procreación tanto física como espiritual, tanta actividad que han de desplegar constantemente, el ciego instinto que los lleva a intentar eternizarse lo más posible en sus obras, en los hijos, en su ansia de inmortalidad. “Así que, si todo ser estima por naturaleza lo que es vástago de sí mismo, no te extrañes. Porque a causa de la inmortalidad acompañan a todo ser ese afán y ese eros” (208b). En el poeta que crea bellos discursos, en el legislador que crea un orden político de paz y justicia, en el filósofo que inaugura una nueva conciencia de esta búsqueda humana, de la que la filosofía podría ser máxima expresión. Por consiguiente, practicar filosofía supone iniciarse en la comprensión de las “cosas de eros”. La iniciación en los misterios eróticos se adquiere mediante la práctica de ejercicios filosóficos que propician el ascenso dialéctico del alma hacia la Belleza y el Bien, hacia la perfecta Sabiduría. Aunque, la presunción de haber logrado dicha meta ya no es algo socrático, sino que viene de otro progenitor: Platón.
Así que, la investigación sobre Eros nos ha llevado a descubrir que no es un dios, sino un demon, carente e imperfecto, el dios más cercano al que pueden aspirar los seres humanos, el más accesible, puesto que es nuestro mediador con lo más sublime y lo más divino, al único que podemos jactarnos de poder emular, puesto que es tan perfecto-imperfecto como nosotros mismos, eternos aspirantes, a los que la filosofía puede echar una mano en su constante deseo de ser y de saber. La filosofía es como eros, si eros fuera como Sócrates, podríamos inspirarnos en él para aprender a filosofar por nosotros mismos. “Esto fue, Fedro y todos vosotros, lo que me dijo Diotima, y me convenció. Y, convencido, intento también convencer a los demás de que, como colaborador de esa adquisición, no se podría tomar fácilmente ninguno mejor para la naturaleza humana que eros. Por ello, precisamente, afirmo que todo hombre debe venerar a Eros y yo mismo venero lo erótico y me ejercito especialmente, se lo recomiendo a los demás, y ahora y siempre elogio el poder y el valor de eros, en la medida en que soy capaz” (212b). Éste es el momento en que se realiza la transición, en el diálogo Banquete, hacia la atribución al propio Sócrates de los rasgos de eros, la transición hacia la figura de Sócrates, que ha inspirado a la mayoría de las escuelas filosóficas de su tiempo y posteriores[27], que ha inspirado la imagen del filósofo en occidente, e inclusive, a su pesar, la imagen del sabio.
Después de hablar Sócrates, interrumpe estrepitosamente un nuevo personaje, como al principio anunciamos, un impulsivo Alcibíades, conocido joven político y militar ambicioso, que provoca la vuelta de los participantes a la realidad de la vida. El diálogo se inició en una situación mundana y vital, y regresa al final a ella, a la vida, en este caso para que le sirva de aplicación práctica. Pues los rasgos de eros estarán, como se ha dicho, encarnados en Sócrates, y además, servirán para comprender las contradicciones de la vida amorosa de Alcibíades. Sócrates se le mostrará tan esquivo y tan difícil, y a la vez tan atractivo, como eros se muestra con respecto a los seres humanos.
Por avatares de la reunión, Alcibíades acabará desarrollando un elogio de Sócrates, de tal modo como antes todos han hecho respecto a Eros, y cuyos rasgos resultan ser comparables, para aquellos que han leído el diálogo desde el principio. Sócrates es como un sileno[28], que esconde en su interior más cosas de lo que parece; un sátiro insolente, feo, embaucador, aunque la captación no la lleva a cabo con instrumentos musicales sino con simples palabras, que al escucharlas “quedamos fuera de nosotros mismos, y nos sentimos cautivados”, de manera que, dice Alcibíades, “mi corazón brinca mucho más que el de los coribantes y las lágrimas me brotan por sus palabras, y veo que muchos otros experimentan lo mismo”, pero a la vez, y a diferencia de otros buenos oradores, “me ha puesto en una situación tal que no valía la pena vivir encontrándome como me encuentro”, “que siendo todavía mucho de lo que carezco, me olvido de mí mismo y me ocupo de los asuntos de los atenienses, así que, a la fuerza, como si apartara mis oídos de la Sirenas, me voy huyendo para no envejecer allí, sentado junto a él”, así que “no sé cuál ha de ser mi relación con él” (215d-216c). Sócrates ironiza y se burla de la vida de los hombres, sigue diciendo Alcibíades, pero cuando se abre y descubres las “estatuas” de su interior son “tan de oro, tan extremadamente bellas y admirables que, en una palabra, había que hacer lo que él ordenase” (216e). Luego, añade Alcibíades: “He sido herido[29] y picado por los discursos de la filosofía [recuérdese que la filosofía es como eros], que son más crueles que una víbora, cuando se apoderan de un alma joven no desprovista de dones naturales y la obligan a hacer o decir cualquier cosa, y que veo además a Fedro, Agatón, Erixímaco, Pausanias, Aristodemo y Aristófanes… ¿He de nombrar al propio Sócrates a todos los demás? Porque todos tenéis parte en la locura y el furor báquico del filósofo, por eso me vais a escuchar” (218a).
En el discurso de Alcibíades se mezcla, así parece, la alabanza y el reproche. Sigue relatando virtudes de Sócrates, que observó cuando compartieron campaña militar en Potidea: su resistencia al hambre y al frío, pero también su resistencia a la bebida (al final del diálogo es el único que se mantiene en pie mientras los demás caen dormidos y ebrios); una vez fue capaz de estar un día y una noche entera meditando, pero también era valeroso en el campo de batalla. En fin, una personalidad inclasificable (un atopos), misteriosa, aparentemente compuesta de facetas tan contrarias, a la vez excelsas y mundanas. Siendo como eros, se presenta como amante para los jóvenes, atrayendo y seduciendo, y luego suscita el amor como un amado. Pero en esta relación el otro queda transformado. Su ironía amorosa es paralela a su ironía dialéctica. Al buscar en Sócrates el amor o la verdad, lo que acaba encontrando cada uno es su propio camino hacia su propia realización. Tal es el método pedagógico socrático.
Esta mezcla demoníaca de caracteres que se da en la figura de Sócrates[30], ese deseo inexplicable e irrefrenable de lo que no se tiene y que se quiere alcanzar, nos presenta a un Sócrates diferente de lo que nos ha venido transmitiendo cierta tradición racionalista y, por rechazo, también otra irracionalista. Nos resulta difícil admitir, por simple y demasiado plana, la tesis nietzscheana del comienzo, con Sócrates, de la razón en la filosofía y en la moral, del triunfo de Apolo sobre Dionisos. No se olvide el contexto interno de este diálogo: un banquete dionisiaco, con bebida, música, danza y manjares, una reunión de amigos que tienen un encuentro mundano y sensual, un debate sobre lo erótico, que es fruto de cosas contrarias e irracionales… no se puede dejar de lado este componente dionisiaco de la figura de Sócrates, no se puede relegar la complejidad de la filosofía. La filosofía es compleja, sí, tanto como la vida, y si no, no es filosofía, pues no recogería ni daría valor a la diversidad de lo real. Alcibíades sabe de lo que habla, él ha vivido en sus carnes “el furor báquico del filósofo”. Dionisos está también en Sócrates[31]. Basta con leer sus diálogos, dejando un poco de lado la tradición.

NOTAS

[1] Pierre Hadot , “La filosofía como forma de vida” en la obra del mismo autor, Ejercicios espirituales y filosofía antigua, Madrid, Siruela, 2006, pp. 235.49.
[2] Pierre Hadot, “Ejercicios espirituales”, op. cit., pp. 23-58.
[3] Ver Pierre Hadot, ¿Qué es filosofía antigua?, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 1998, p. 300.
[4] Pierre Hadot, Ejercicios espirituales y filosofía antigua, Madrid, Siruela, 2006, p. 40.
[5] Pierre Hadot, ¿Qué es filosofía antigua?, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 1998, p. 196.
[6] Ver nota 92, Pierre Hadot, Ejercicios espirituales y filosofía antigua, Madrid, Siruela, 2006, p. 338.
[7] Op. cit., pp. 52-3.
[8] Oscar Brenifier, “¿Puede la filosofía convertirse en una práctica?”, Diálogo filosófico (Madrid), 68 (2007), pp. 217-228.
[9] Visitar su web oficial: http://www.brenifier.com/espanol/, y contemplar los vídeos allí colgados.
[10] Pierre Hadot, Ejercicios espirituales y filosofía antigua, Madrid, Siruela, 2006, pp. 36-7.
[11] Op. cit., p. 37.
[12] Op. cit., p. 34.
[13] Op. cit., p. 35.
[14] Pierre Hadot, ¿Qué es filosofía antigua?, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 1998, p. 39.
[15] Op. cit., p.41-2.
[16] Ver Emilio Lledó, “Introducción general”, en Platón, Diálogos, tomo I, Madrid, Gredos, 1981, pp. 39-43, en donde se efectúa una exhaustiva recopilación de finales y comienzos de los diálogos platónicos.
[17] Ver Pierre Hadot, ¿Qué es filosofía antigua?, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 1998, p. 44.
[18] Este apartado fue presentado de forma separada como comunicación en el VII Congreso de la Asociación Andaluza de Filosofía (AAFi), celebrado en Jerez de la Frontera del 12 al 14 de septiembre de 2008.
[19] Hemos utilizado la siguiente edición: Platón, Diálogos, tomo I, Madrid, Gredos, 1981, traducción y notas de Julio Calonge, Emilio Lledó y Carlos Gacía Gual.
[20] Nuestra lectura de este diálogo se realiza sobre el fondo de lo expuesto anteriormente, es decir, que está inspirada en la mencionada recuperación de la filosofía como modo de vida llevada a cabo por Pierre Hadot, e intenta sugerir otras posibles lecturas.
[21] Preferimos no nombrar a este término mediante su traducción habitual, puesto que es precisamente su sentido lo que está en juego en el diálogo y, como sabemos, traducir es siempre también interpretar.
[22] El énfasis en este esquema básico “hipótesis-problematización”, que nos sirve de guía para interpretar y organizar el diálogo, nos viene de la práctica del filósofo francés Oscar Brenifier. Ver Oscar Brenifier, “¿Puede la filosofía convertirse en una práctica?”, Diálogo filosófico, 68 (2007), pp. 217-228; El diálogo en clase, Santa Cruz de Tenerife, Ediciones Idea, 2005.
[23] Es la misma situación que encontraremos después en Aristóteles, cuando éste se ve obligado a referirse a una ciencia que se busca, del “ente en cuanto ente” (véase la obra clásica de Pierre Aubenque, El problema del ser en Aristóteles, Madrid, Taurus, 1981).
[24] En adelante se citará este diálogo platónico de acuerdo a esta edición: Platón, Diálogos, tomo I, Madrid, Gredos, 1981, traducción y notas de Julio Calonge, Emilio Lledó y Carlos Gacía Gual.
[25] Pierre Hadot, Ejercicios espirituales y filosofía antigua, Madrid, Siruela, 2006, p. 236.
[26] Por este orden, lo erótico representa para ellos: para Fedro, sumisión y entrega unos hombres a otros; para Pausanias, relación amorosa consentida, honesta e inteligente; para Erixímaco, impulso cósmico dual y armónico a la vez; para Aristófanes, búsqueda de la otra parte (mitad) que nos falta; para Agatón, la belleza y juventud.
[27] Hadot realiza un seguimiento muy esclarecedor de estas influencias, p. e., en Pierre Hadot, ¿Qué es filosofía antigua?, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 1998, pp. 35-6)
[28] Figuras artesanales que representaban divinidades que acompañaban, como los sátiros, a Dionisos, que, al partirlas, escondían estatuas de dioses en su interior.
[29] Alcibíades contará su frustrada experiencia amorosa con Sócrates.
[30] Recuérdese su insistencia en que él obedece siempre a su propio demon interior, ahora podríamos decir también, su eros.
[31] Ver el excelente estudio de Hadot sobre la relación amor-odio de Nietzsche hacia Sócrates: Pierre Hadot, “La figura de Sócrates”, en Ejercicios espirituales y filosofía antigua, Madrid, Siruela, 2006, pp. 79-112.